
Texto: Carmela González-Alorda
Existe un mundo mitopoético en cada golpe de sus pinceladas, en sus lienzos rasgados, en la totémica representación de pájaros y en su cosmos azul repleto de estrellas. Su obra, como su biografía, parece tejida por una revolución en calma, que estalla en una juventud nunca abandonada, y tiende a repoblar de creatividad todas las etapas de su vida. En Miró, la alegría y la melancolía mecen unidas en un mundo que, aún siendo fatal y caótico, sabe guardar historias de luz y bellos misterios.
Joan Miró (Barcelona, 1893 – Palma de Mallorca, 1983) no fue un artista común; a él se le debe, cuanto menos, el desarrollo de la pintura abstracta en las primeras vanguardias del siglo XX, de la que fue uno de sus máximos representantes. Hijo de una familia burguesa en la Cataluña efervescente de finales del siglo XIX, tras sus estudios de Comercio, abandonó su trabajo como contable para dedicarse a su auténtica vocación: la pintura.
No obstante, ni siquiera la capital de las innovaciones modernistas de Antoni Gaudí o del novecentismo de Joaquim Sunyer supo contentar al joven artista, que, tras el fracaso de su primera exposición en las Galerías Dalmau en 1918, decidió trasladarse a París en búsqueda de la gran escena cultural del momento.
Será en este escenario internacional de escritores, poetas, mecenas y dramaturgos donde Miró descubra diferentes perspectivas que cambiarán para siempre su modo de ver el mundo. Picasso, diez años mayor y profundo admirador de su obra desde el primer momento, lo apadrinará en un vibrante Montparnasse, tejido por las ideas revolucionarias del surrealismo. En ese viaje por estas mentes críticas, cínicas y brillantes acabará por fascinarse ante las ideas de André Breton, la poesía de Paul Éluard o los collages de Max Ernst… Leer + Revistart 225


Meritxell Colell y Jordi Morató 2022