
Gauguin no fue un hombre sensato. O al menos no eligió serlo a partir de su vida como pintor. París, tan repleto de vanguardia, siempre le pareció una ciudad inhabitable donde la nada aguardaba a los buscadores de creatividad. Solo era eso, la cosmópolis de moda. La esencia del arte debía estar en cualquier otro sitio.
Paul Gauguin (París, 1848 – Islas Marquesas, 1903) se entregó a la perfección de su estilo hallándolo en la aventura y en la paz de tierras lejanas de la Europa industrializada de finales del siglo XIX. Aunque sus viajes por la Polinesia francesa le permitieron erigirse como uno de los padres del arte moderno, con un reconocimiento internacional y una influencia bestial en los artistas que llegarán tras él, también le sumió en una vida sin recursos y en una precariedad absoluta, que solo empeoró a causa de las graves enfermedades que padeció.


De esta apasionante biografía se han hecho eco algunos directores, con más o menos acierto histórico, pero en los que siempre irradia la fuerza de una obra que únicamente podía tener sentido prendido en el fuego del genial artista que fue Gauguin
Comenzamos con el gran clásico de 1919 que es ‘La luna y seis peniques’, dirigida por Albert Lewin en 1942, adaptación de la novela homónima escrita en 1919 por el inglés William Somerset Maugham. En el reparto, George Sanders (Óscar por ‘Eva al desnudo’) da vida al financiero Charles Strickland, que abandonará su cómoda vida para dedicarse a su vocación de artista, o lo que viene siendo lo mismo, a la imagen y semejanza de Gauguin… Leer + Revistart 223