Conviérteme en girasol
Nació un 30 de marzo. Era fuego. Su estrella estaba en aries. Si eres de los que no creen en los astros no importa, Vincent van Gogh tampoco atendía a los augurios, solo a su instinto. En un momento en el que los latidos significan bien poco para un sistema aplastado por la economía y la sinrazón, los brochetazos multicolores que pintaba aquel hombre destartalado se respiran aún hoy como oxígeno en la inmensidad de este mundo gris.
La vida de Van Gogh es de sobras conocida. Niño de familia de clase humilde, con un padre pastor protestante, dogmático; y una madre aficionada a la acuarela, que supo inculcarle este amor hacia las artes, aunque no hacia su hijo. La historia con su hermano Theo es muy diferente. Sus cartas son célebres no tanto por cuánto puede aprenderse acerca de la figura encriptada del artista, que también, sino por la hermosísima unión que tuvieron el uno con el otro de por vida. Ambos murieron con seis meses de diferencia.
De esta relación se nutren muchas narraciones cinematográficas. La más explícita es la miniserie europea y posterior largometraje, ‘Vincent y Theo’ (1990) dirigida por Robert Altman. Tim Roth interpreta al pintor con un aire altivo dentro de un ambiente sombrío. Se exalta una pretendida insolencia, la animadversión hacia su familia, las penurias que le invaden en búsqueda de su ‘yo’ artista…
Por Carmela González-Alorda