La fecundidad serena del paisaje
Córdoba fue testigo, en 1900, del nacimiento del que es uno de los pintores más importantes del panorama español. Paisajista y realista de colores matizados, pincelada ansiosa, pero espíritu calmado, Rafael Botí renovó el género pictórico desde la sabiduría que adquirió durante toda su vida creativa, incitado por esa chispa de genialidad de quien ha nacido con un don. Aun hoy se le conmemora gracias a la abundancia de testimonios, críticas y recuerdos de compañeros de profesión y amistades que cultivó a lo largo de su existencia. En estas páginas, queremos rendirle un sincero homenaje a la belleza que emanan sus lienzos.
Del pintor Julio Romero de Torres aprendió las técnicas certeras del dibujo. De Daniel Vázquez Díaz, el sentido realista del paisaje, al acecho de un cubismo que impregnaría su obra posterior, más en síntesis que en volumen. Los años veinte le auguran grandes éxitos, entre estudios de música, primeras exposiciones y un ambiente de ebullición intelectual que clamaba por la renovación de la pintura y la exploración de la identidad propia en el marco de las vanguardias europeas. A partir de entonces, las frondas contenidas en campos ondulantes, los jardines de exuberancia y azulado carácter onírico, o las aceras rociadas con la suave luz del día y de la noche, cubrirían los paisajes de Botí con una pátina rítmica y musical que aún se palpa al observar su obra.
En Madrid estableció su residencia, escenario en el cual sufriría el impacto de la Guerra Civil. El artista fue testigo no sólo del asedio a la ciudad, sino que se vio forzado a marchar con su familia y a asumir los fallecimientos en el frente y asesinatos de amigos muy queridos. Las décadas posteriores, laboriosas y plenas de encuentros artísticos, suponen para Botí una honda investigación en una pintura que posee toques de introspección y gamas de frescura, sobre todo cuando rememora su tierra cordobesa, lúcida y poética. Amigos y expertos coinciden al afirmar que sus cuadros concentran la experiencia de juventud y el amor por las calles solitarias, soleadas y olorosas. Atrapa en la tela ese sabor popular andaluz que inunda rincones rurales de un blanco intenso, arboledas bañadas por el sol del mediodía y patios y jardines teñidos de verso, cada vez menos perfilados y más empastados, pero carentes por completo de artificio. Su carácter plástico viene marcado entre el blanco, el ocre y el azul, tonalidades que formula desde la sencillez de los entornos, pero a través de una riqueza, a veces silenciosa, a veces tornasolada, que manifiesta desde sus adentros sin zozobra, cantándole a la vida con su luz y color…
Por Bea Maeztu